SUEÑO DE UN ROSTRO TIZNADO

“Pobres de aquéllos que dictan leyes injustas y con sus decretos organizan la opresión, que despojan de sus derechos a los pobres de mi país e impiden que se les haga justicia, que dejan sin nada a la viuda y se roban la herencia del huérfano.” Isaías 10:1-2

 

Contar la verdadera historia del recluso de la celda 36 no es fácil. El protagonista se ha convertido en héroe nacional de una república hispanoamericana que me limito a no identificar para ofrecer con mi silencio un homenaje a esta tierra.

Hablar del hombre que apareció en los titulares, en la televisión y al que el gobierno mantuvo oculto durante años para evitar el riesgo de una mayor publicidad; seguramente se convierte en una aventura difícil. Hablar de él es como revivir a un muerto, es abrir su tumba y recontar sus huesos. No me atrevo a profanar su nombre; bastante riesgo tengo ya con relatar su historia.

Respeto a los muertos; también, a los vivos y honro el segundo mandamiento que no se refiere únicamente a no jurar en vano el nombre Santo de Dios. También hay que valorar el nombre ajeno, el del prójimo. Por esta razón, justifico que no diré su nombre. Llamaré al protagonista el recluso de la celda 36 ó mejor aún, me referiré a él por su mote de niño: Tizo.

Es curioso, pues cuando chico le encantaba jugar con fuego. No tenía miedo a quemarse. Solía abrasar papeles, hojas, trozos de tela. Decía que le fascinaba observar cómo la materia se extinguía; se consu-mía para transformarse en otra materia más libre, de menor volumen y peso como era la ceniza. El juego de incendiar cosas viejas e inútiles se convirtió en un ritual. Diariamente iniciaba la búsqueda de papeles, hojas, cartones y otros objetos en el suelo del basurero municipal del barrio. Los colocaba con sumo cuidado. Tomaba de una en una, con sus pequeños y hermosos dedos, las cerillas encendidas y veía como ardían en fuego. Luego, con las cenizas se cubría las manos, los brazos broncíneos y largos; y finalmente, su rostro de niño. De este modo, según Tizo aseguraba, el alma de las cosas viejas rejuvenecía al unirse a la suya y al mismo tiempo, esa mágica fusión se tornaba en bálsamo que lo transformaba en guerrero a la usanza indígena. Llamaba por eso a esta ceremonia de metamorfosis: “El Cambio”. Un cambio de muerte a vida, de vejez a juventud, de olvido e inercia a un dinámico respirar caracte-rístico de los seres vivos. De ahí, que le llamaran Tizo. Ahora comprendo el porqué de su nombre. Ha pasado largo tiempo; más del que imaginé para poder entenderlo. Así como el hollín se apegaba a las cosas; Tizo se aferraba a la vida aun cuando ésta fuera el resultado de un pequeño morir de la infancia.

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-        (Tu nombre, dime cuál es tu nombre.

-        Mi nombre…

-        Bueno qué esperas, no tenemos todo el día.

                        - Me llamo… Sí, me llaman Tizo).

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          Quedó huérfano a los diez años porque los soldados abalearon la casa. Luego se comentó que lo ocurrido fue un error, un error casual y pidieron disculpas porque habían recibido una falsa información. En el país no había mucho que hacer a favor de los huérfanos. Su hermana fue recogida por los compadres que apreciaban mucho a doña María, la difunta madre de Tizo, pero no pudieron hacerse cargo también de él. Podían sólo acomodar a la niña, pues ya tenían seis hijos. Tizo era varón, debía aprender a cuidarse. Además era un niño listo, hábil y fuerte, de seguro saldría adelante.

Limpió zapatos, desyerbó campos, vendió diarios, limpió ventanas y pisos de cafés y bares de segunda clase. Así se ganó el pan con el sudor de su frente. Fue un niño que maduró en gestos, acciones e ideas y des-pertó de un sueño lúdico convertido en hombre. Sudor amargo vivido a la fuerza. Sudor obligatorio que arruinó poco a poco el tizne de aquel héroe ceniciento e infantil que jugaba “al cambio” en el basurero municipal. Aquellas fantasías de transformar lo inservible en estrellas luminosas de fuego; se arrinconaron para dejar paso a un carácter rebelde.

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-        (¿Qué edad tienes?

-        Diecinueve…

-        ¡Habla fuerte animal que no tengo oídos de tísico!

-        Diecinueve dije.

-        Tienes familia ¿verdad?

-        Sólo una hermana, pero a ti que te importa.

-        Ya no tienes espacio en esa cara para un golpe más. Mejor no me tientes y baja esos humos de valentón. Así es que por tu bien, pendejo, contesta la pregunta.

-        Ya te dije; sólo una hermana.

-        Su nombre, vamos, su nombre.

-        Marta, se llama Marta).

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Consiguió trabajo en los muelles llevándole el almuerzo a los cargadores. Allí veía todo lo que llegaba en los enormes barcos y obser-vaba. Sólo observaba. Su niñez despertó en adolescencia; su adolescen-cia en doloroso vértigo, que le trituraba el corazón y lo mantenía en un eterno espasmo de amargura. Tizo apenas hablaba con la gente. Ansiaba únicamente a que llegara el día de cobro para acercarse a la casa de olor a hogar donde vivían los compadres con sus seis hijos y la niña recogida que era su hermana. Esta al verlo sonreía. Para ella, Tizo era el sueño que la llevaría de nuevo a su casa y le traería a sus padres. La niña no entendía que sólo un Cristo podía resucitar difuntos y Tizo, a penas era un joven. El tiempo y la distancia se complementaron. Los compadres decidieron mudarse y con sus seis hijos también se llevaron a Marta.

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-        (¿Desde cuándo no la ves?

-        ¿A quién?

-        No te hagas; a tu hermana.

-        No sé, no lo recuerdo.

-        Tienes que saber no quieras hacerte el tonto. Dime ¿tu hermana es cómplice?

-        No, no… Desde niño no nos vemos. Yo tenía trece años y ella nueve.

-        Eso nadie te lo cree. Ella tiene que ser cómplice.

-        ¡No , ya lo dije! Ella no sabía nada. No me ha visto en años, lo juro.

-        Vamos Tizo no seas ingenuo.

-        Ingenuo serás tú si te crees que soy tan cobarde como para inculparla a ella. No todos son ruin gallina como tú.

-        Todavía tienes cara, descarado. No te sonrías que con este cuchillo te haré otro tajo más. Tienes surcos como un arado hecho el 2 de mayo.

-        Sí, pero mira levanto con gusto la cara que Dios me dio. Anda acábame de una vez ¿qué esperas? Así de mis cenizas se avivará el fuego que tengo en las entrañas. Cambia lo inútil de tu cuchillo, cobarde; por el valor que hay en mis carnes. Anda, mira correr el orgullo que hay en mi sangre.

-        Sangre de tu mala raza, marranalla.

-        Raza que me crió con ley. No como a ti mal nacido y mal criao.

-        Cállate, Tizo, o no duras a mañana).

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El poder de observación en Tizo lo hacía cada vez más reflexivo y callado. Observaba los hombres en el muelle: Manos cayosas, y sangrien-tas muchas veces, espaldas jorobadas, frentes y labios deshechos por el látigo del sol implacable. Voces de pobres miserables y desoídos del go-bierno y de los ricos. Ganaba menos del mínimo, pues se explotaba al débil e indigente y se amamataba el vientre del fuerte. La observación se fue sumando a la audición. Tizo no hablaba; veía. Tizo no hablaba; es-cuchaba. Al finalizar la jornada diaria, los hombres se reunían en el Bar Zorra Blanca para beberse las lágrimas depositadas por Baco en un vaso de cristal. Ya beodos, caían rendidos. Tizo continuaba su observación y acumulaba en su mundo interior una suma más al dolor que expe-rimentó de niño.

Se veía a sí mismo en los rostros mugrosos de hombres anal-fabetos que trabajaban como bestias. Hombres que hablaban todo el día para no tener tiempo de lamentarse de sus males. Se veía en los hijos de esos hombres a su vez con varas mugrosas y sueños mugrosos, ya que por su miseria no podían ni siquiera soñar como los ricos. Niños que aspiraban un mendrugo de pan, un vaso de leche, un par de zapatos, un juego de canicas; mientras el Presidente de la República se pavoneaba en su Rolls Royce y celebraba una boda de miles de chavos a costa del pueblo. Sueños de un rostro tiznado frente a un rostro barnizado de amo y señor. Un rostro que manda y aplasta, que manda a que aplasten, que manda y por ello cultiva sacrílegamente la hediondez en el pueblo y la nación.

Hombres poderosos que se olvidan del compromiso con los demás hombres trabajadores y niños y huérfanos y viudas y pobres y enfermos y…

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-        (¿A qué hora llegaste al puerto?

-        A las tres.

-        ¿Quién te dijo que el Presidente saldría a las 4:45 del muelle?

-        Nadie hombre, yo leo el periódico.

-        ¿Tú lees? Tú, no sabes leer.

-        Bueno lo leyeron en la barra y lo oí ¿Contento?

-        Ves esta arma ¿es tuya?

-        Sí.

-        No lo niegas, así que es tuya.

-        Sí, ya lo dije. Aquí parece que los soldados son sordos.

-        En verdad eres insolente. Quizá sea sordo, pero no tanto como lo serás tú cuando acabe de interrogarte, necio. Ya te arrepentirás. Dentro de 7 u 8 horas no estarás tan feliz).

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Lo que motivó a Tizo a hacer lo que hizo fue una escena que se repetía una y otra vez en los muelles, en las plazas, en las calles del pueblo.

Llegó un cargamento de frutas y cereales. El ejército llegó al puerto y movilizaron tres unidades. Acomodaron rápidamente la mejor parte del cargamento. Mientras lo hacían empujaban a los cargadores, entre ellos a Tizo, para que avanzaran e hicieran el desmonte con prontitud. En ese momento, se cayó una caja al suelo y ésta a su vez tumbó otra y otra y otra… Se veían correr por el muelle las frutas, paquetes de cereales y granos. Un grupo de niños que observaban la maniobra al ver lo suce-dido quisieron aprovechar la oportunidad y se lanzaron hacia las cajas rotas. Comenzaron a tomar las frutas y las cajas de cereales. Los solda-dos trataron de detenerlos, pero los chiquillos hábiles y escurridizos se burlaban de ellos y seguían adueñándose de los comestibles. Celebraban el maná caído del cielo. De repente, profanó la algarabía, el grito ester-tóreo del soldado al mando: ¡Desgraciados abran fuego! ¡Fuegoooo…! Lo que era un juego de manos infantiles se tornó en juego de villanos. Tizo vio caer los cuerpecitos frágiles de los niños que segundos antes corrían de uno a otro lado con los paquetes de cereal y las frutas en sus manos. Cuerpos de niños de seis, siete, ocho, nueve años yacían en el suelo. Yacían ensangrentados. Sangre de inocentes pisoteada por criminales vestidos de soldados. Criminales que servían a otros criminales que corrían el gobierno.

Tizo pensó en las madres que ese día quedaron sin hijos y en los hijos que habían muerto sin el beso y la bendición de sus madres. Su conciencia lloró: ¡Oh Dios y Señor de los ejércitos! Ahí comprendió que en este mundo hay muchos ejércitos que no tienen Dios.

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-        (Disparaste tres balas y una dio en el blanco. Eso te costará caro.

-        No tan caro como le ha costado a este pueblo en sufrimientos.

-        Sí, pero a ti te costará caro. Te costará los ojos, la lengua, los oídos y te caparemos como a un toro de carga. Serás un vegetal y eso servirá de escarmiento. Nadie puede atentar contra el Señor Presidente.

-        El Presidente… ¿Presidente de qué? De una isla de habitantes famélicos sometidos por este Señor Presidente que heredó el trono de su padre y al igual que él ha desollado el alma y el cuerpo de este pueblo durante 28 años. Un Presidente que pasea en Rolls Royce mientras que el pueblo gime de hambre en las calles. Que gobierna desde su casa en lujosos banquetes mientras el pueblo no vive, ni come, ni duerme  y se quema en el olvido y la indiferencia.

-        ¡Cállate!, te lo digo ya llegará tu hora).

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Por eso no pudo más. No era la primera vez que a su joven edad presenciaba sucesos tan terribles. El infierno en este país había comen-zado hace 28 años. Fue cierto lo que dijo. Había escuchado en el bar que el Presidente partiría en un viaje de vacaciones. El barco saldría a las 4:45 del muelle. Tizo llegó allí a las tres. Se dispuso a esperar. Lo tenía bien planificado, no fallaría. Pidió ese día libre. Se acercó a los barcos. El del Presidente estaba bien custodiado, pero eso no le impediría nada. Estaba dispuesto a todo. Llegó la hora.

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-        (¿Qué hiciste desde las tres de la tarde?

-        Tenía el arma cargada en un bolso. Simulaba que en él llevaba mi merienda. Cuando llegó el carro del Presidente, me acerqué a la multitud. Fingí que lo despedía. Me fui acercando más y más y más. Disparé. Disparé contra él, disparé contra todos los que se fingen Presidentes.

-        ¡Ya basta! Te diré para que termines tu historia, infeliz; no diste en el blanco.

-        Pero, si vi caer al Presidente y además me dijiste que de las tres balas que disparé una le dio.

-        Fue mentira, candonga ¿entiendes? Un engaño para obtener del todo tu confesión absurda. Es inaudito ¿No lo crees? Arriesgar tanto por tan poco… Arriesgaste tanto por tan poco.

-        No puede ser, el Presidente al menos debe estar herido o grave. Tiene que estarlo.

-        Está muy bien, y de vacaciones mientras que tú te pudrirás en la cárcel.

-        No lo entiendo…

-        Todo fue un sueño, un sueño miserable como las cenizas, o el tizne. Fue un fiasco. Ni siquiera heriste al Presidente, ninguna de tus balas lo rozó.

-        No, tú me engañas. Quieres enloquecerme lo sé.

-        No inútil, te diré que cuando disparaste la primera bala eso nos sirvió de aviso. Eres muy mal tirador. Al disparar la segunda, los guardias del Presidente lo arrojaron al suelo y al disparar tu tercera le diste a alguien, ¡oh sí!; le diste a un niño como de diez años que mendigaba por los muelles ese día.

-        ¡Oh, Dios no…! Señor de los ejércitos porque hay hombres que no tienen Dios).

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          En febrero de 1986 fue derrocado el Presidente vitalicio del país. Pude ver por fin a Tizo. El no pudo luchar contra la maldad del opresor; quedó encerrado en su sueño. Su pueblo, sí logró hacer justicia. Tizo fue sometido a terribles y cruentos castigos. Había perdido la vista, no hablaba; no oía, pero sé que así también quedan muchos pueblos

 después que derrocan a sus tiranos. ¿Cuántos seres mutilados? ¿Cuántas patrias deshechas? ¿Cuánta más sangre derramada?

          Esta América nuestra ha visto correr la sangre india, la sangre negra, la sangre criolla, la sangre de muchos Tizos. Esta es la América de Tizo. La patria que aún tiene un sueño. La Patria que desea nacer de nuevo y resurgir de las cenizas como el ave fénix. Esta América aún tiene un sueño.

          Si algún curioso pregunta quién fue el narrador de la historia de este Ciudadano de una América esperanzada; dile que la relató una mujer. Mi nombre: Marta